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Desde Suso's a Sarrià
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Desde Suso's a Sarrià

En las primeras semanas de 1983 el Valencia afrontaba la mayor crisis de su historia hasta entonces

PACO LLORET

Sábado, 13 de mayo 2017, 00:39

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En las primeras semanas de 1983 el Valencia afrontaba la mayor crisis de su historia hasta entonces. El mismo equipo que tres años antes había dominado Europa se hundía en la cola de la clasificación. Pesadilla en Mestalla. Lo más parecido a una maldición. La tormenta desembocó en una asamblea tumultuosa. José Ramos Costa presentó la dimisión como presidente. La nave iba a la deriva y el descenso a segunda había adquirido la condición de amenaza real. Mientras se exigían responsabilidades, se auditaban las cuentas y se fiscalizaba la gestión, un núcleo de incondicionales solicitaba una tregua y apelaba a la afición para superar el trance. El primer objetivo era salvar al Valencia y, a continuación, reestructurar la entidad. Ese mensaje caló en la grada que cambió los pañuelos de protesta por las banderas de apoyo. En el tramo final del campeonato los valencianistas hicieron del Luis Casanova un fortín, salvo un tropiezo absurdo, en forma de empate con el Málaga. Todos los demás visitantes mordieron el polvo: entre otros la Real Sociedad, que había ganado las dos ligas anteriores, el Atlético de Madrid, el Sevilla fue goleado y, por supuesto, el Real Madrid en la inolvidable jornada final.

La bandera del optimismo la enarboló, entre otros, de forma entusiasta y decidida, Jesús Barrachina, por entonces directivo de una junta sometida a críticas feroces. Su tío José se convirtió en mano derecha del nuevo presidente, el doctor Tormo Alfonso. Entre las iniciativas adoptadas destacó de impulsar una campaña de animación en los desplazamientos, verdadero talón de Aquiles del equipo: quince derrotas y dos empates fue el balance de aquella deplorable campaña 82-83. El primer viaje organizado para la afición tenía como destino La Romareda, donde el Valencia rozó la proeza pero terminó perdiendo por 3-2.La siguiente parada tenía como destino el campo del Espanyol.

Jesús Barrachina era a principio de los años ochenta el rey de la noche valenciana, como pueden atestiguar los enviados especiales que cubrieron las andanzas de la selección española en el Mundial del 82. El local de moda era Suso's, la céntrica sala de fiestas en la que confluían los noctámbulos y epicentro del fútbol local, cuyas decisiones se cocinaban en las oficinas de Artes Gráficas, y se remataban en aquel local de renombre. Jesús Barrachina decidió fletar un autobús que partió de las proximidades de Suso's a primera hora de la mañana de aquel domingo 6 de marzo rumbó a Sarrià. La mayoría de los viajeros no ocultaban las secuelas de la fiebre de un sábado noche. El grupo variopinto lo componían camareros, clientes de todo tipo y condición y el joven enviado especial de una emisora de radio recién nacida y sin los recursos económicos suficientes como para costear el viaje.

El maestro Berlanga hubiera encontrado aquel día en el trayecto de ida y vuelta a la ciudad condal inspiración para una buena película. En Barcelona, desde la tarde anterior, ya aguardaba el equipo que dirigía Miljan Miljanic tras relevar a Manolo Mestre en el banquillo. Las mismas iniciales e idéntico rendimiento. El Valencia era penúltimo y quedaban solo siete jornadas para la conclusión del torneo. La cita de Sarrià era a vida o muerte. Al frente de la expedición iba Jesús Barrachina, nombrado para que contagiara optimismo y confianza a técnicos y jugadores. Aquel equipo andaba con la moral por los suelos y estaba escaso de confianza. Recuerdo con nitidez la imagen del autobús en su llegada al feudo periquito. La majestuosidad de Barrachina con una insignia valencianista bien visible en la solapa repartiendo sonrisas y dominando la situación con elegancia.

El efecto de su terapia intensiva surtió efecto durante una hora. El Valencia llegó al descanso con ventaja en el marcador gracias al gol de Subirats. Todo parecía resuelto cuando Pablo hizo el segundo. Solo faltaba media hora y la afición local entendió que se había pactado el resultado y empezó a corear: «¡qué se besen!». El Espanyol se desmelenó y logró cinco goles en esos treinta minutos -dos de ellos obra del exvalencianista Orlando Giménez- mientras la grada pasó a cantar: «¡a segunda, a segunda! a los jugadores y aficionados valencianistas. Un escarnio en toda regla. Tras el varapalo vino la destitución fulminante del entrenador y la milagrosa contratación de Koldo Aguirre.

Los jugadores estaban hundidos, los aficionados apesadumbrados, pero en aquellas horas amargas, cuando todo parecía irremediablemente perdido, sobresalía la entereza de Jesús Barrachina, digno y confiado en que el futuro sería mejor, y que todavía habría una oportunidad para evitar la tragedia. Aplicado en devolver la fe, se tragó la rabia y procuró irradiar consuelo a la tropa.

Al final, el Valencia se salvó de la manera más rocambolesca y Barrachina lo celebró a lo grande aquella noche. La fiesta estaba justificada después de tanto sufrimiento. Besos y abrazos a granel. Lágrimas de alegría. Un premio sobre la bocina aunque el club no supo entender el aviso y tres años después se consumó el descalabro. Se acabó un ciclo, una manera de gobernar el Valencia. En las buenas y en las malas, Jesús Barrachina siempre estuvo ahí, al lado del equipo con su don de gentes y su simpatía arrolladora. Respetuoso con la crítica y comprensivo con los demás. Una persona entrañable.

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