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PACO LLORET
Sábado, 10 de diciembre 2016, 00:17
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En tiempos de zozobra como los actuales, conviene apelar a la historia del Valencia y encontrar en algunos de sus episodios, argumentos positivos que ayuden a superar el momento presente. La inquietud se ha adueñado del ambiente. Hay motivos sobrados para ello. Pero a falta de 24 jornadas para la conclusión del campeonato no es de recibo asumir y, mucho menos proclamar, como irreversible el destino del club de Mestalla.
Los veredictos agoreros sobran. La condena no está escrita, se trata de un riesgo, real y peligroso, nada más, y hay que afrontarlo con rigor y responsabilidad para buscar las soluciones adecuadas lo antes posible. El valencianismo pasa sin término medio de la euforia a la depresión. Una constante a lo largo de los años. Sus reacciones son impulsivas y suelen estar condicionadas por el rendimiento deportivo. Sin embargo, la militancia es el valor sagrado que nunca se puede cuestionar. La pertenencia a la entidad está por encima de los avatares, no se discute ni se pone en entredicho aunque el equipo no carbure y con independencia de quién gobierne desde la presidencia o de quién se siente en el banquillo.
En 1986 el Valencia afrontó el peor trance de su casi centenaria existencia. El descenso significó entonces un mazazo y conmocionó de tal manera al entorno que generó un movimiento solidario de apoyo a la institución en múltiples frentes. Todo el mundo entendió la gravedad de aquel momento y quiso arrimar su hombro para rescatar al Valencia de la Segunda División y devolverlo a su lugar natural. El trauma por la catástrofe sufrida se superó de inmediato gracias a la generosa entrega de una afición que asumió su trascendencia. El valencianismo se volcó en la grada, viajó en gran número y acompañó al equipo en un peregrinar novedoso.
Los incondicionales del club de Mestalla visitaron Figueres, Cartagena o el Mini Estadi entre otros destinos. A nadie se le cayeron los anillos. La recuperación de la entidad terminó siendo ejemplar, un caso único en el fútbol español, abandonó el período de decadencia en el que andaba sumido desde tres años antes de consumarse la bajada de categoría, se renovó profundamente y se levantó con enorme vigor para competir, de nuevo, al más alto nivel.
En aquella encrucijada Arturo Tuzón dejó para la posteridad una célebre frase cuyo valor sigue estando vigente 30 años después: «El Valencia será lo que los valencianos quieran». La máxima pronunciada por el presidente tuvo el efecto deseado. El mensaje caló y motivó a una afición implicada al máximo. La respuesta fue inmediata. Mestalla recuperó la armonía. Ese factor ambiental tuvo consecuencias positivas, la afluencia de incondicionales a los partidos creció, el censo social experimentó una subida espectacular. Sin la fuerza desatada del valencianismo no hubiera sido posible el prodigio que situó al Valencia en menos de un lustro en la élite del fútbol español. La afición tiró del equipo y, lo que resulta más importante, de la entidad. La pesadilla quedó atrás gracias al esfuerzo generoso de todos, cada uno en su parcela.
Los tiempos actuales son muy diferentes a los de hace tres décadas, pero hay valores inmutables que constituyen la esencia de este apasionante mundo. El valencianismo debe entender su papel fundamental en el presente, está obligado moralmente a dar un paso al frente y apoyar sin desmayo porque su equipo lo necesita ahora más que nunca. Sin el calor de la grada de Mestalla, sin el empuje decidido de quienes sienten sus colores, la pesadilla sufrida a lo largo de este maldito ejercicio hasta la fecha se hará interminable. El ambiente fantasmagórico registrado en el último encuentro jugado por el Valencia como local es un síntoma inequívoco de la gravedad del problema. Pocas veces se ha respirado una atmósfera tan deprimente. Con un equipo a la deriva atrapado en un atolladero del que no sabe salir, perseguido por el infortunio, inseguro y víctima de sus propios miedos, se precisa la entrega de una afición cuyo desencanto resulta comprensible aunque no pueda utilizarse como coartada.
El Valencia no es de nadie, pertenece a todos aquellos que lo sienten como algo propio, heredado de sus mayores o elegido por afinidad, una vinculación afectiva irrenunciable. Un sentimiento profundo. La pertenencia a la institución se ha de demostrar cuando más se precisa. De nada sirve rendirse o bajar los brazos cuando vienen mal dadas. La resignación es la peor compañera en este peligroso viaje. Sin el calor de sus gentes el club de Mestalla no saldrá adelante por sí solo. El respaldo de la grada puede facilitar que el ciclo de malos resultados se invierta. La complicidad es el aliado indispensable para que el feudo valencianista no siga sufriendo decepciones en cada actuación. Ahora procede que el valencianismo dé un paso al frente y demuestre su fuerza para salvar al Valencia. Sobran las razones. En juego está el presente y el futuro.
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